Discurso
Dice el narrador de una de mis novelas que somos lo que recordamos. Si eso es verdad —y yo creo que lo es— todos los que nos reunimos el pasado sábado para celebrar el trigésimo aniversario de nuestra promoción —la del ochenta y cinco—, y casi todos los aquí presentes somos, de una forma u otra, el colegio San José.
Somos el patio antiguo, el patio de los pequeños —¿Os acordáis?—, que estaba unido al otro, el de los mayores, por un túnel que discurría bajo la calle Maldonado y que, a veces, se inundaba con la lluvia. Los escritores somos proclives a la metáfora. Nos gusta hurgar en la memoria y buscarle a las cosas significados ocultos. Es una de nuestras rarezas, no podemos evitarlo. Pero estaréis de acuerdo conmigo en que es difícil no ver en aquel pasaje subterráneo un símbolo del tránsito de la niñez a la edad adulta. Una especie de rito de paso que, usando las palabras del poeta William Blake, de quien con tanta pasión nos habló el padre Emilio del Río en sus clases de Literatura, enlazaba los mundos irreconciliables de la Inocencia y la Experiencia.
Somos la fuente circular. La cancha de baloncesto con gradas. La piscina, que yo nunca llegué a ver llena. Los petardos de las fiestas: los de a dos pesetas, que si no recuerdo mal eran verdes, y los rojos de a duro. Somos aquellos arcos que escalábamos cuando nos aburríamos y los partidos de fútbol que, hiciese el tiempo que hiciese, jugábamos en los campos de tierra. Guardo en la memoria una heladora mañana de invierno, con una niebla tan espesa, que alguien de mi equipo se desorientó y acabó metiendo gol en la portería que no era. Somos las fotos en blanco y negro de los catálogos. Los madrugones. Las mochilas llenas de libros. Las revisiones médicas al principio de cada curso. Los bocadillos de tortilla que, cuando por fin nos dejaron salir a la calle en el recreo, devorábamos en la Casa de Galicia o en el bar Sanjo. Somos las obras de teatro, las convivencias, las excursiones, las misas, los exámenes, las fiestas y, por qué no decirlo también, los ocasionales capones.
Somos los profesores. Somos Mari Carmen, Pilar, el hermano Ramos y Elena. Somos las proyecciones de filminas del padre Ismael —¿Cómo olvidar las aventuras de Selim, el Renegado?—. Y las clases de inglés de Isabel, Darío, Celina y Concha. Y las de pretecnología del hermano Bustos —¿Os acordáis de aquella especie de gruta en la que aprendimos a hacer marquetería?—. Y las pruebas de gimnasia —sesenta metros, abdominales, barras y mil metros— a las que en cada evaluación nos sometían Luis, Gonzalo y José Carlos. Y las fórmulas, ecuaciones y derivadas de Matías, don Emilio y Carnero. Y los papelitos con nombres de accidentes geográficos que nos daba don Manuel para que los colocáramos en un mapa en blanco.
Somos Luis Cantalapiedra enseñándonos a tocar el Vals de las olas con la flauta —¡Qué paciencia!—. Y el padre Aniano describiendo el Templete de Bramante. Y Paula hablándonos de anáforas, hipérboles y sinalefas. Y el padre Oñate demostrando con una bolita de hierro los principios que rigen la caída libre de los cuerpos. Y el padre Emilio del Río, a quien ya cité antes, hablándonos con los ojos entornados de James Joyce y Gerard Manley Hopkins. Y tantos y tantos otros profesores cuyos nombres me impiden citar —y por ello me disculpo— la falta de tiempo, las bifurcaciones curriculares y la flaqueza de mi memoria.
Pero ante todo somos los demás. Los otros, y por supuesto las otras, las chicas que se nos unieron en COU y son parte indisoluble de nuestra historia. Los compañeros de clase y de curso. El sábado pasado, mientras comía con mi promoción en el castillo de Curiel, caí en la cuenta de que he pasado más horas con José Manuel Feliz de Vargas, mi antecesor en la lista y eterno compañero de pupitre, que con muchos miembros de mi familia. Hace veinte años que no lo veo. Quizá más. Esa proximidad, sin embargo, crea lazos más fuertes que el tiempo porque nadie te conoce mejor que quien te ha conocido de niño.
Yo le estoy muy agradecido al colegio San José. Aquí están mis raíces, el germen de lo que soy hoy en día. En estas aulas y patios, además de matemáticas, historia o literatura, aprendí unos valores —una forma de estar en el mundo, en realidad— que me han servido de referencia en las distintas encrucijadas que, a lo largo de los años, ha puesto ante mí la vida. Por si eso fuera poco, el colegio San José me regaló a mis amigos, los de verdad, los que, si Dios quiere, seguirán caminando a mi lado cuando nuestro tiempo empiece a acabarse. ¿Cómo no voy a estar agradecido?
Y ahora llega esta distinción, no sé si merecida o no porque lo que yo hago me parece muy poca cosa en comparación con lo que hacen otros. Yo no salvo vidas, ni soy un gran empresario, ni he hecho ningún descubrimiento científico. Y es que hacer, lo que se dice hacer, hago bastante poco. Paso la mayor parte de mi tiempo sentado ante la pantalla en blanco del ordenador, pensando, dándole vueltas a las palabras y a las cosas, tratando de ordenar, aunque solo sea en mi cabeza, ese caos que hemos dado en llamar vida. Mi trabajo, en esencia, consiste en pararme para poder ver con claridad cómo se mueve el mundo. Me dedico a inventar historias. A interpretar por medio de ficciones la sociedad en la que me ha tocado vivir. A decir la verdad —mi verdad— a través de la mentira.
Agradezco de corazón —y con jubilosa sorpresa— que se me distinga por eso.
Gracias a la Asociación de Antiguos Alumnos.
Gracias al colegio San José.
Gracias a todos.